Los hábitos alimentarios de los monjes

La regla benedictina en la mesa: 
Que la existencia de los miembros de las órdenes religiosas católicas, especialmente en la antigüedad, estaba marcada por una frugalidad y austeridad absolutas, que influían en todos los aspectos de sus vidas, es un hecho.

Tanto si se trataba de eremitas, dedicados a la soledad, el ascetismo y la vida contemplativa, como de monjes cenobitas, que optaban por vivir juntos en una comunidad reunida en torno a una autoridad espiritual y regulada por una Regla, la alimentación presentaba numerosas prohibiciones y restricciones, a menudo muy estrictas.

Por un lado, estaba ciertamente la dificultad de procurarse ciertos alimentos, ya que los monasterios estaban situados en zonas a menudo muy poco accesibles, y los propios monjes tenían que hacer depender sus necesidades de lo que podían recolectar, cultivar y de las donaciones de los fieles. Pero era sobre todo la voluntad de educar el cuerpo y endurecer el espíritu lo que impulsaba a estos hombres de fé a imponerse una férrea disciplina alimentaria y una moderación absoluta.

La frugalidad alimentaria, junto con la oración y la penitencia, eran herramientas imprescindibles para aspirar a la elevación espiritual. En este contexto nació y se afianzó la Regla benedictina, que a partir del siglo VI d.C. determinó el estilo de vida en muchos monasterios europeos, codificando, de muchas maneras, el monacato y las órdenes monásticas tal y como aún hoy los conocemos.

Veamos, por lo tanto, cómo la Regla benedictina influyó no sólo en los hábitos alimentarios de muchas órdenes religiosas, sino también en la producción de alimentos y productos monásticos que siguen siendo apreciados y populares hoy en día.

La regla de San Benito
San Benito de Nursia, patrón de Europa, al principio fue ermitaño, pero pronto se convirtió en guía espiritual de otros hombres, que optaron por reunirse a su alrededor en comunidad, y acabó fundando un monasterio en Cassino, donde escribió y puso en práctica para sí mismo y sus cofrades su famosa Regla: ‘Ora et labora’. Según esta Regla, los monjes benedictinos ya no debían limitarse a la oración, como ocurría antes, sino que debían dividir su existencia a partes iguales entre la vida contemplativa y la oración, por un lado, y el trabajo manual e intelectual, por otro, para honrar la grandeza de Dios de todas las maneras posibles.

El aspecto más revolucionario de la Regla benedictina, que está en la base del desarrollo del monacato occidental, fue precisamente el hecho de convertir al monasterio en una entidad autónoma, autosuficiente desde todos los puntos de vista, incluido el económico.

La Regla de San Benito regulaba no sólo la distribución del tiempo de los monjes, sino también su alimentación, que debía caracterizarse por la moderación y la frugalidad. En particular, la Regla recomendaba el consumo de carne sólo para los enfermos y para los que necesitaban recuperar fuerzas, mientras que en general preveía dos comidas al día, con sopas, verduras, raíces, legumbres, queso, huevos, así como fruta de temporada. Una especie de dieta vegetariana, en definitiva, que explotaba principalmente los recursos del territorio, si bien en algunas zonas se suministraba pescado y caza, aunque con moderación. También se permitía el consumo de vino con parsimonia, mezclado con agua, pero en muchos monasterios se afianzó la costumbre de beber cerveza que, por un lado, resolvía el problema de la insalubridad del agua y, por otro, proporcionaba un aporte calórico útil para sustentar a los monjes incluso durante los periodos de ayuno.

Resulta fascinante cómo, a pesar de que se les exigía una alimentación sobria y rigurosa, vendiendo todos los excedentes alimentarios, en muchos monasterios los monjes comenzaron desde la antigüedad a dedicarse a la producción de productos alimenticios tradicionales, desde miel a vino, desde cerveza a dulces y mermeladas, así como pasteles, galletas, dulces típicos, allanando el camino para la producción y venta fuera del monasterio que aún hoy está muy extendida.

Las tradiciones de los monjes cistercienses
También los monjes cistercienses de la estricta observancia, conocidos comúnmente como trapenses, tenían hábitos alimentarios muy estrictos.
Orden monástica de derecho pontificio, la orden cisterciense nació en el siglo XI por voluntad de algunos monjes de redescubrir una mayor austeridad en la vida religiosa y en la observancia de la Regla de San Benito. De ella surgió en el siglo XVI la orden trapense, nacida en torno a la abadía benedictina de Nuestra Señora de La Trappe.

Los monjes trapenses, aún más fieles a la regla benedictina, llevaban una vida sobria y se dedicaban a la oración, el estudio y el trabajo manual, en particular al cultivo y cuidado de olivos y vides. Su nombre es quizá uno de los primeros que vienen a la mente cuando se habla de los productos de los monasterios, en particular la cerveza trapense, apreciada en todo el mundo, pero también mermeladas, vino, queso, miel y chocolate.

LA COMIDA EN LA VIDA MONÁSTICA


COMPARTIR FRATERNO DE SOR ARÁNZAZU
Monasterio de Villamayor

Sor Aránzazu planteó cómo vive la comida, una persona que sigue a Jesucristo en un monasterio cisterciense-benedictino:

Reflexión sobre el capítulo de la comida, del libro titulado: La jornada monástica según nuestros padres

El monje es un hombre, con un cuerpo, y es necesario que coma, ¡no puede vivir sin alimentos!. San Benito en la Santa Regla habla también de la comida; en el capítulo 39 hacer referencia a la cantidad de alimentos que debe tomar el monje, y en el 40 trata de la bebida; toda regla monástica, todo reglamento o código de costumbres, hace mención de la comida.

Las consuetudines, estas costumbres del primer Cister, hablan de la medida de los alimentos, de pitanzas, esos suplementos que llamamos alivios en el lenguaje cisterciense, que se añaden a los dos platos ordinarios previstos por la regla.

Discreción y austeridad
¿Es preciso modificar el apetito, el gusto? La Biblia recomienda el ayuno, el señor Jesús ayunó en el desierto; los monjes se han ejercitado siempre en el ayuno y san Benito en el capítulo cuarto, que habla de las buenas obras, recomienda el ayuno. Hay que tener cierta medida, observarla con discreción; la mortificación no es un fin en sí mismo, aunque también bajo pretexto de discreción se puede dar demasiado a la naturaleza.

La unión con Dios durante la comida
En la carta a los hermanos de Monte de Dios (que es un tesoro y ha formado generaciones de monjes y otras almas espirituales: Dominicos, franciscanos, benedictinos, cistercienses, y claro está, a los mismos cartujos a quienes fue dirigida), Guillermo de san Teodoro (discípulo de san Bernardo y uno de nuestros padres escritores más apreciados) relata de su propia experiencia, una enseñanza viva, dinámica, espiritual: un monje debe aspirar a la oración continua. Lo mismo si coméis o bebéis, o hacéis es otra cosa, hacedlo todo en el nombre del señor, santamente, religiosamente. Y mientras tu cuerpo toma su refección que tu alma no descuide de hecho la suya; que, asimile un pensamiento sacado del recuerdo de la gran bondad del Señor, o bien una palabra de la Escritura, algo que la alimente cuando la medite o simplemente la recuerde.

Es la misma actitud del alma, que se debe tener para el oficio: el recuerdo de la inmensa bondad del Señor; lo mismo que antes de dormirse: un buen pensamiento para rumiarlo, así como al dormirse favorece el sueño; en las comidas la unión con Dios, facilitará la digestión y en general toda la salud.

Observar cómo estos monjes no descuidan la sabiduría del cuerpo: en cuanto a esta necesidad del cuerpo, hay que satisfacerla no de una forma mundana o carnal, sino como le es propio al monje, como conviene a un servidor de Dios.

Hay que comer para vivir y no vivir para comer, decía el maestro Jacques a Harpagon, con gran admiración de éste. Leyendo estas líneas, Elredo (otro padre cisterciense escritor) desearía que sus monjes pudieran pensar en estos refranes de sabiduría humana. Hay otros de San Bernardo que son sabiduría divina y son para meditar en todo tiempo, no pasan de moda. El monje debe nutrir su cuerpo; debe hacerlo sencillamente, dando gracias a Dios; no debe comer glotonamente, no se obsesiona por la comida; nutre su alma con un alimento espiritual; así, cuerpo y alma encuentran su refección bajo la mirada de Dios. Ya dice un viejo proverbio: ama el ayuno y la Eucaristía te saciará.

San Basilio en su regla menor nos dice: “la oportunidad del ayuno no depende de la voluntad de cada uno, sino de la importancia que tiene en el servicio de Dios”. He aquí el fin del ayuno: Dios.

"Si los demonios te invitan a un ayuno prolongado, no les obedezcas…". El demonio puede esconderse en la propia voluntad, por eso nuestro padre san Benito indica que todo se haga bajo el beneplácito y obediencia del Abad.

No hay que obsesionarse conn el ayuno, éste no es suficiente: “que nadie se confíe sólo en la templanza, os lo ruego, pues no es posible edificar con una sola piedra, ni construir la casa con un solo ladrillo”.

Pues ni la ascesis, ni las vigilias, ni el trabajo duro, ¡ ni tantos actos de piedad! nos pueden salvar, sólo la madre de la caridad: la humildad.

Hay otras mortificaciones relacionadas con la comida que hay que cuidarlas: tomar de todo lo que se sirve en la mesa, sin escoger los manjares, salvo si se estuviera enfermo, o no pudiere tomarlos. No murmurar nunca, ni en el refectorio, ni después de los efectos de la comida, antes al contrario, como nos aconseja la Santa Regla, alabar a Dios que permite que experimentemos los efectos de la pobreza.

No hacer ruidos al masticar, ni al beber, ¡cuántos hay que parecen pequeños aspiradores al sorber la sopa! Guardar silencio, no sólo de palabra, sino con los utensilios.

Ahora pongo aquí lo que dice el capítulo 39 de la tasa de la comida: la monja entre pucheros “Parécenos que bastan para la refección cotidiana de los monjes en todas las mesas, dos manjares cocidos, atendiendo a la flaqueza de muchos, para que coma de uno en que acaso de que no pueda comer del otro. Si el trabajo hubiese sido más grande que el ordinario, esté al arbitrio y disposición del Abad añadir algo más, evitando ante todo, cualquier exceso.

En el capítulo 40 habla de la bebida:
Cada uno ha recibido de Dios un don particular, uno de un modo, otro de otro. No obstante, atendiendo a la debilidad de los flacos, creemos que basta una ‘hemina’ de vino al día; pero los que han recibido de Dios el don de pasarse sin él, estén ciertos de que recibirán por ello un particular galardón.

En el capítulo cuarto habla de las buenas obras:
El primer instrumento es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”; en el 11 “castiga del cuerpo”, en el 13 “amar el ayuno.”

El lugar en donde hemos de practicar con desvelo todas estas cosas, son los claustros del monasterio, perseverando constantes en él

Así sea. ¡Gloria al señor!
Y esperemos la Pascua con un inmenso gozo del Espíritu Santo.